LAS ESCENAS FINALES DE MALAQUÍAS Y JUDAS
Parte 2
Al comienzo de este solemne discurso, el apóstol nos da a conocer que le fue impuesta en su corazón la necesidad de escribirnos "acerca de nuestra común salvación." (Judas 3). Esto habría sido su tarea más deleitable. Habría sido su gozo y su refrigerio explayarse sobre los privilegios presentes y las glorias futuras envueltos en los amplios pliegues de esa preciosa palabra "salvación." Pero él sintió que le era "necesario" apartarse de este trabajo más agradable para fortalecer nuestras almas contra la marea creciente de error y mal que amenazaba los fundamentos mismos del Cristianismo. "Amados, mientras me esforzaba por escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribir para exhortaros a que contendáis eficazmente por la fe que fue entregada una vez a los santos." (v. 3 - RVA). Todo lo que era vital y fundamental estaba en juego. Se trataba de contender eficazmente (o, ardientemente) por la fe misma. "Porque algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo." (v. 4).
Esto es muchísimo peor de todo lo que tenemos en Malaquías. Allí se trataba de un asunto de la ley, como leemos, "Acordaos de la ley de Moisés mi siervo, al cual encargué en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel." (Malaquías 4:4). Pero en Judas no se trata del olvido de la ley, sino, en realidad, de convertir en sensualidad la gracia pura y preciosa de Dios, y de negar el Señorío de Cristo. Por consiguiente, en lugar de extenderse sobre la salvación de Dios, el apóstol procura fortalecernos contra la perversidad e iniquidad de los hombres. "Mas quiero recordaros, ya que una vez lo habéis sabido, que el Señor, habiendo salvado al pueblo sacándolo de Egipto, después destruyó a los que no creyeron. Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día." (vv. 5, 6).
Todo esto es de lo más solemne, pero no podemos detenernos en los rasgos oscuros de esta escena: el espacio no lo permite. Además, deseamos más bien presentar al lector Cristiano el retrato encantador del remanente Cristiano en las líneas finales de esta Escritura tan escrutadora. Así como en Malaquías tenemos entre las ruinas irremediables del Judaísmo un devoto grupo de adoradores Judíos que amaban y temían al Señor y que obtenían dulce consuelo al estar juntos, así en Judas, entre las más espantosas ruinas de la profesión Cristiana, el Espíritu Santo presenta una compañía a quienes Él se dirige como "Amados." Estos son "llamados, santificados en Dios Padre, y guardados en Jesucristo." (v. 1). Él advierte solemnemente a estos contra las variadas formas de error y mal que ya estaban comenzando a hacer su aparición, pero que desde entonces han asumido formidables proporciones. A estos Él se vuelve, con la gracia más exquisita, y les dirige la siguiente exhortación, "Pero vosotros, amados, tened memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo; los que os decían: En el postrer tiempo habrá burladores, que andarán según sus malvados deseos. Estos son los que causan divisiones; los sensuales, que no tienen al Espíritu. Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna." (vv. 17-21).
Tenemos aquí la seguridad divina contra todas las oscuras y terribles formas de apostasía - el camino de Caín, el error de Balaam, la contradicción de Coré, los murmuradores y los querellosos, las cosas infladas, las fieras ondas del mar, las estrellas errantes, la adulación a las personas para sacar provecho (vv. 11-16). Los "amados" han de edificarse sobre su santísima fe (v. 20).
Que el lector observe esto: no hay aquí ni una sílaba acerca de un orden de hombres que sucedan a los apóstoles, ni una palabra acerca de hombres dotados de ninguna clase. Es bueno ver esto y tenerlo siempre en mente. Nosotros escuchamos bastante de nuestra falta de don y poder, de que no tenemos pastores y maestros. ¿Cómo podríamos esperar tener mucho don y poder? ¿Los merecemos? Lamentablemente nosotros hemos fracasado y hemos pecado y hemos sido privados de ellos. Reconozcamos esto y entreguémonos al Dios viviente quien nunca falla a un corazón confiado.
Vean el conmovedor discurso de Pablo a los ancianos de Éfeso en Hechos 20. ¿A quién nos encomienda él allí en vista de que el ministerio apostólico llegaría a su fin? ¿Hay allí una palabra acerca de sucesores de los apóstoles? Ni una, a menos que sean, de hecho, los "lobos rapaces" de los que él habla o esos hombres que se iban a levantar en el seno mismo de la Iglesia, hablando cosas perversas para arrastrar tras de sí a los discípulos. ¿Cuál es, entonces, el recurso de los fieles? "Os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados." (Hechos 20:32).
¡Qué precioso recurso! Ni una palabra acerca de hombres dotados, valiosos como los tales puedan ser en su lugar correcto. Dios no permita que desestimemos de ninguna manera los dones que, a pesar de todo el fracaso y el pecado, nuestro amable Dios pueda considerar apropiado conceder a Su Iglesia. Pero aún es válido que el apóstol bendito, al despedirse de la Iglesia, no nos encomienda a hombres dotados, sino a Dios mismo y a la Palabra de Su gracia. De ahí se desprende que, por muy grande que sea nuestra debilidad, nosotros tenemos que acudir a Dios y apoyarnos en Él. Él nunca abandona a quienes confían en Él. No hay absolutamente ningún límite a la bendición que nuestras almas pueden experimentar, si sólo acudimos a Dios en humildad de mente y con la confianza de un niño.
Aquí yace el secreto de toda verdadera bienaventuranza y de todo verdadero poder espiritual - humildad de mente y sencilla confianza. Tiene que haber, por una parte, ninguna presunción de poder, y por la otra, nosotros no debemos, en la incredulidad de nuestros corazones, limitar la bondad y fidelidad de nuestro Dios. Él puede, y lo hace, dar dones para la edificación de Su pueblo. Él daría muchos más si no estuviéramos tan dispuestos para actuar por nosotros mismos. Si la Iglesia no hiciera otra cosa sino mirar más a Cristo, su Cabeza viviente y amante Señor, en lugar de mirar los arreglos de los hombres y los métodos de este mundo, ella tendría un cuento muy diferente para contar. Pero si nosotros, mediante nuestros planes incrédulos y nuestros esfuerzos incansables para proporcionarnos un sistema, apagamos, obstaculizamos y contristamos el Espíritu Santo, ¿es necesario que nos maravillemos si se nos deja probar la esterilidad y la vaciedad, la desolación y la confusión de todas esas cosas? Cristo es suficiente, pero Él debe ser probado, se debe confiar en Él, se le debe permitir actuar. El estrado debe ser dejado totalmente diáfano para que el Espíritu Santo exhiba sobre él la preciosidad, la plenitud, toda la suficiencia de Cristo.
Pero es precisamente en esta cosa que nosotros fracasamos tan notablemente. Tratamos de ocultar nuestra debilidad en lugar de reconocerla. Procuramos cubrir nuestra desnudez con paños de nuestra propia provisión, en lugar de confiar sencilla y enteramente en Cristo para todo lo que necesitamos. Nos cansamos de la actitud de humilde espera paciente. Nos damos prisa en asumir una apariencia de fortaleza. Esta es nuestra insensatez y nuestra pérdida dolorosa. Si sólo se nos pudiera inducir a creer esto: nuestra verdadera fortaleza es conocer nuestra debilidad y aferrarnos a Cristo en fe absoluta de día en día.
Es a este excelentísimo camino que el Apóstol exhorta al remanente Cristiano en sus líneas finales. "Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe." (v. 20). Estas palabras presentan la responsabilidad de todos los Cristianos verdaderos de ser hallados juntos en lugar de estar divididos y esparcidos. Nosotros debemos ayudarnos unos a otros en amor, según la medida de gracia dada y la naturaleza del don comunicado. Se trata de una cosa mutua - "edificándoos." No se trata de mirar un orden de los hombres, ni se trata de quejarnos de nuestra falta de dones, sino que se trata sencillamente de que cada uno haga lo que él puede para promover la bendición y el provecho común de todos.
El lector notará las cuatro cosas que se nos exhorta a hacer, y que se expresan en las palabras: "Edificándoos", "Orando", "Conservaos", "Esperando." ¡Qué bendito trabajo hay aquí! Sí, y es un trabajo para todos. No existe ningún Cristiano verdadero en la faz de la tierra que no pueda llevar a cabo alguno o todos estos ramos del ministerio. De hecho, toda persona es responsable de hacerlo así. Podemos edificarnos sobre nuestra santísima fe, podemos orar en el Espíritu Santo, podemos conservarnos en el amor de Dios, y mientras hacemos estas cosas nosotros podemos esperar la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. (vv. 20, 21).
Se podría preguntar, «¿Quiénes son los amados? ¿A quiénes corresponde este término?» Nuestra respuesta es, «A quienquiera que le corresponda.» Ocupémonos de estar sobre el terreno de aquellos a quienes corresponde este título. No se trata de arrogarse el título, sino de ocupar el terreno moral verdadero. No se trata de una profesión vacía, sino de una posesión real. No se trata de reclamar el nombre, sino de serlo.
Ni tampoco termina aquí la responsabilidad del remanente Cristiano. Ellos no tienen que pensar meramente en ellos mismos. Ellos deben dar una amorosa mirada y extender una mano ayudadora más allá de la circunferencia de su propio círculo. "A algunos que dudan, convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne." (vv. 22, 23). ¿Quiénes son los "algunos"? ¿y quiénes son los "otros"? ¿No hay la misma hermosa falta de definición acerca de estos como la hay acerca de los "Amados"? Estos últimos sabrán cómo descubrir a los anteriores. Estas son almas preciosas dispersas por todas partes entre las aterradoras ruinas de la Cristiandad, "algunos" de ellos han de ser considerados con tierna compasión, "otros" han de ser salvados con temor piadoso, ¡no sea que los "amados" se vean involucrados en la contaminación!
Es un error fatal suponer que, para sacar a las personas del fuego, nosotros mismos tenemos que entrar en el fuego. Esto jamás será de utilidad. La mejor manera de librar a las personas de una mala posición es que yo mismo esté completamente fuera de esa posición. ¿Cuál es la mejor forma en que yo puedo sacar a un hombre de un pantano? Ciertamente no es que yo entre en el pantano, sino que yo permanezca en terreno firme y desde allí le extienda una mano ayudadora. Yo no puedo sacar a un hombre de ninguna situación a menos que yo mismo esté fuera de ella. Si nosotros queremos ayudar al pueblo de Dios que está mezclado con la ruina circundante, lo primero que nos corresponde hacer es estar en completa y decidida separación. Lo siguiente es tener nuestros corazones repletos y desbordantes con amor tierno y fervoroso para con todos los que llevan el precioso nombre de Jesús.
Aquí tenemos que finalizar, y al hacerlo, citaremos para el lector esa doxología bendita con que el apóstol resume su solemne e importante discurso. "Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén." (vv. 24, 25). Tenemos una gran cantidad acerca de 'caídas' en esta epístola - Israel cayendo, ángeles cayendo, ciudades cayendo, pero bendito sea Dios, ¡hay Uno que puede guardarnos sin caída, y es a Su Santo cuidado que nosotros somos encomendados!
C. H. Mackintosh
Traducido del Inglés por: B.R.C.O. - Mayo 2007.-
Título original en inglés:
THE CLOSING SCENES OF MALACHI AND JUDE, by Charles Henry Mackintosh
Publicado en Inglés en la revista: HANDFULS OF PASTURE FOR THE BELOVED FLOCK OF CHRIST, Vol. 1, No.6
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