UNA POSICIÓN CLARA
Cuando un alma ha llegado realmente al conocimiento de Dios, o más bien a ser conocida de Él, se siente atraída hacia las cosas celestiales por su unión con Cristo, no tiene ningún deseo de participar en el sistema u orden de cosas del mundo y bien puede pensar: ¿sería posible que yo retornara a tan débiles y miserables principios? Un hombre que ha venido a ser hijo de Dios, que tiene la vida, la vida eterna en Cristo, que es identificado con la Cabeza Glorificada (verdad que le ha sido revelada por la Palabra y el Espíritu), ¿podría, acaso, tener intereses en el mundo, habiendo conocido a Dios? Si vemos, por ejemplo, a un niño comiendo una fruta medio podrida y ácida en un huerto, mientras tiene a su lado un árbol cargado de las más sabrosas frutas, deduciremos forzosamente de ello que aquel niño no sabe lo que es una buena fruta, ni las conoce. Del mismo modo, si el corazón del hombre se apega a cualquiera de los componentes del orden de cosas de este mundo, nos preguntaremos: ¿cabe pensar que haya conocido a Dios?
Es por eso que las palabras de Dios no se nos presentan como mandamientos formales, tales como: No votarás, No recibirás honra de parte de este siglo malo, Sufrirás el oprobio todos los días de tu vida, etc., etc. Al contrario, nos son presentados de tal modo que el discípulo amante, cuyo corazón egoísta, siendo sometido a Cristo, sólo anhela conocer los pensamientos de su Señor, y pueda descubrir el secreto de los mismos. Viviendo así, reflejará con mayor fidelidad la persona de Cristo morando en él, como creyente librado de este presente siglo malo.
Ya no son los antiguos mandamientos de la ley mosaica: harás, no harás. Sin embargo, la voluntad de Dios puede discernirse perfecta, clara y fácilmente con tal que el ojo esté sencillo. Dios cuida maravillosamente de que un corazón que le ama pueda enterarse sin dificultad de ella, mientras que un corazón falto de sinceridad busca inevitablemente disculpas y escapatorias para caminar en una senda de maldad. Puede hallarse una aplicación de esta verdad en un familia. Imaginémonos a un hijo cariñoso, apegado a sus padres, obediente, que haga lo posible para conocer los propósitos y la conducta de su padre: tendrá el sentimiento de sus deberes, y todo le será fácil y natural. Pensemos ahora en otro hijo que se halla en las mismas condiciones, goza de los mismos privilegios y conoce bien los pensamientos e intentos de su padre o al menos tendría que conocerlos, pero se pone a obrar a su antojo y declara a su padre, al ser reprendido: «Yo no lo sabía, nunca me dijiste que no debía ir a tal o cual lugar».
J. N. Darby
http://www.revistafe.org/El%20cristiano%20y%20el%20mundo.htm
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