La autosatisfacción
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (v. 17).
Aquí encontramos una clara prueba de que ellos habían oído mucho acerca de la verdad. Creían que eran ricos. Consideraban la erudición y el intelectualismo en materia religiosa como algo excepcionalmente deseable y de sumo valor. El crecimiento en estas cosas —al menos en extensión, pero no en profundidad— era para ellos un motivo de satisfacción. La propagación del conocimiento exterior de Dios es lo que precipita la crisis final, el juicio final y la supresión definitiva de todo lo que lleva su Nombre falsamente y para su propia complacencia. Ellos habían buscado mucho al hombre y al mundo, los que prometen mucho a los ojos.
“Y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (v. 17).
Esto era así porque habían rechazado el testimonio de Dios. Su testimonio siempre produce el sentimiento de no ser nada, pero nunca debilita la confianza en Él.
Puede hacernos sentir nuestra debilidad. Pero de ninguna manera obrará jamás produciendo una duda de la verdad. Y siempre es una señal de la carne en actividad, “deseando contra el Espíritu”, cuando damos lugar a la desconfianza. Siempre el Espíritu Santo, dondequiera que se encuentre, tiene por objeto hacer que un hombre se humille completamente a sí mismo, que juzgue y que renuncie a la insensatez de la carne. Hay, y debe haber, siempre realidad y confianza en la presencia de Dios.
Laodicea dice: “Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad” (v. 17). Es el Espíritu Santo precisamente quien pronuncia que esto es el pretender de la carne, un corazón que no conoce sus necesidades y que rehúsa la gracia.
William Kelly
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