jueves, 1 de octubre de 2015

El remanente en los tiempos del Antiguo Testamento



     En el capítulo 30 del segundo libro de Crónicas tenemos el confortante y alentador relato de la Pascua celebrada en los tiempos de Ezequías, cuando la unidad visible de la nación no existía más y cuando todo estaba en ruinas. No citaremos todo el pasaje, por interesante que sea, sino que sólo leeremos las líneas finales en relación con nuestro tema: “Hubo entonces gran regocijo en Jerusalén; porque desde los días de Salomón hijo de David rey de Israel, no había habido cosa semejante en Jerusalén” (v. 26). Aquí tenemos, pues, una hermosa ilustración de la gracia de Dios reuniendo a aquellos de entre su pueblo que reconocieron su fracaso y sus pecados y asumieron su verdadero lugar de humillación en Su presencia. Ezequías y aquellos que estaban con él estaban plenamente convencidos de su pobre condición y, en consecuencia, no se atrevieron a celebrar la Pascua en el mes primero. Ellos se valieron de las provisiones de la gracia, como aparecen en Números 19, y celebraron la fiesta en el mes segundo. “Porque una gran multitud del pueblo... no se habían purificado, y comieron la pascua no conforme a lo que está escrito. Mas Ezequías oró por ellos, diciendo: Jehová, que es bueno, sea propicio a todo aquel que ha preparado su corazón para buscar a Dios, a Jehová el Dios de sus padres, aunque no esté purificado según los ritos de purificación del santuario. Y oyó Jehová a Ezequías, y sanó al pueblo” (v. 18-20).

     Vemos aquí la gracia de Dios reuniendo —como lo hace siempre— a aquellos que confesaron sinceramente sus fracasos y su debilidad. No había allí ninguna arrogancia ni pretensión, ninguna dureza de corazón ni indiferencia. Ellos no buscaron encubrir su verdadera condición ni semejar que todo estaba bien; no, ellos asumieron su verdadero lugar de humillación, y se abalanzaron sobre esa gracia inagotable que nunca deja sin consuelo a un corazón contrito. ¿Cuál fue el resultado?: “Así los hijos de Israel que estaban en Jerusalén celebraron la fiesta solemne de los panes sin levadura por siete días con grande gozo; y glorificaban a  Jehová todos los días los levitas y los sacerdotes, cantando con instrumentos resonantes a Jehová. Y habló Ezequías al corazón de todos los levitas que tenían buena inteligencia en el servicio de Jehová. Y comieron de lo sacrificado en la fiesta solemne por siete días, ofreciendo sacrificios de paz, y dando gracias a Jehová el Dios de sus padres. Y toda aquella asamblea determinó que celebrasen la fiesta por otros siete días con alegría” (v. 21-23).

     Ahora bien, podemos estar seguros de que todo esto fue muy grato al corazón de Jehová, el Dios de Israel. La debilidad, el fracaso y las faltas eran patentes. Exteriormente, las cosas eran muy diferentes de lo que habían sido en los días de Salomón. Sin duda, muchos habrán considerado presuntuosa la actitud de Ezequías de convocar semejante asamblea bajo las circunstancias que se vivían. Ciertamente se nos dice que su preciosa y conmovedora invitación fue objeto de burla y risas por toda la tierra de Efraín, de Manasés y de Zabulón. ¡Lamentablemente, esto ocurre demasiado a menudo! Los actos de la fe no se comprenden porque la preciosa gracia de Dios no se comprende.

     Sin embargo, “algunos hombres de Aser, de Manasés y de Zabulón se humillaron, y vinieron a Jerusalén.” Fueron ricamente bendecidos por venir a celebrar una fiesta que no se había celebrado en Jerusalén desde los días de Salomón al modo que está escrito. No hay límite para la bendición que la gracia tiene reservada para el corazón contrito y humillado. Si todo Israel hubiese respondido al patético llamado de Ezequías, habría participado de la bendición; pero ellos tuvieron un corazón inquebrantable y, en consecuencia, no fueron bendecidos. Todos debemos recordar esto; seguramente encierra una voz y una lección necesarias para nosotros. ¡Oigamos y aprendamos!

C. H. Mackintosh

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