Antes de concluir este escrito, deseo presentar todavía al lector dos o tres ilustraciones más tomadas de las preciosas páginas del Nuevo Testamento.
Al comienzo del evangelio de Lucas tenemos el hermoso cuadro de un remanente en medio de una profesión vacía y sin corazón. Oímos las piadosas expresiones de los corazones de María, de Elisabet, de Zacarías y de Simeón. Vemos a Ana, la profetisa, que hablaba de Jesús a todos los que esperaban la redención en Jerusalén. Recuerdo haber oído decir a mi querido y venerado amigo J. N. D. respecto de Ana: «No sé exactamente cómo ella se las arreglaba para llegar a todos, pero sí que lo hizo.» Ella llegaba a todos porque amaba al Señor y a aquellos que le pertenecían, y era su deleite dar con ellos para hablarles de Jesús. Es el mismo caso del remanente que vimos en Malaquías. Nada puede ser más precioso ni más refrescante para el corazón. Era el fruto exquisito y fragante de un verdadero y profundo amor por el Señor, en contraste con las fatigantes y odiosas formas de una religiosidad muerta.
Pasemos ahora a considerar la epístola de Judas. Allí vemos a la cristiandad apóstata bajo todas sus terribles formas de iniquidad, así como en Malaquías habíamos visto al judaísmo apóstata. Pero nuestro objetivo no es ocuparnos de la cristiandad apóstata, sino del remanente cristiano. Bendito sea el Dios de gracia que nunca deja de haber un remanente, distinguido de la masa de profesión corrupta, y caracterizado por la fidelidad y devoción a Cristo, por el celo hacia Sus intereses y por el afecto genuino hacia cada miembro de Su amado cuerpo.
A este remanente, el inspirado apóstol dirige su solemne y trascendente epístola. No se dirige a ninguna asamblea en particular, sino “a los llamados, santificados, en Dios Padre, y guardados en Jesucristo: Misericordia y paz y amor os sean multiplicados” (v. 1- 2).
¡Qué bendita posición! ¡Qué preciosa porción! Son llamados, santificados (separados) y guardados. Tal era su posición; mientras que su porción era ésta: Misericordia, paz y amor. Y todo esto es presentado como perteneciente seguramente a todo verdadero hijo de Dios sobre la faz de la tierra antes de que fuera escrita una sola palabra acerca de la avasalladora corriente de la apostasía que estaba por arrollar a toda la iglesia profesante.
Repetimos y quisiéramos hacer hincapié en la expresión todo verdadero hijo de Dios. No basta con ser un profesante bautizado, un miembro afiliado a una denominación eclesiástica, por muy respetable y ortodoxa que sea. En la iglesia profesante —al igual que en el Israel de antaño— el remanente se compone de aquellos que son fieles a Cristo, que se aferran tenazmente a su Palabra en toda circunstancia, que se dedican por entero a sus intereses y que aman su venida. En una palabra, no se trata de ser miembro de una iglesia ni de estar en comunión sólo de nombre aquí o allí, con éstos o con aquéllos, sino de una realidad viviente. Tampoco se trata de una arrogación, de tomar el nombre, sino de pertenecer de veras al remanente; no es cuestión del nombre, sino del poder espiritual. Como lo dijo el apóstol: “...conoceré, no las palabras, sino el poder...” (1.ª Corintios 4:19). ¡Palabras de peso para todos nosotros!
Consideremos ahora las preciosas palabras de exhortación dirigidas al remanente cristiano. ¡Que el Espíritu las invista de poder para el bien de nuestras almas!
“Pero vosotros, amados, tened memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo.” Los santos son remitidos a las Santas Escrituras y a ellas solamente. No son encomendados a ninguna tradición humana, ni a los Padres de la Iglesia, ni a los decretos de los concilios, ni a mandamientos y doctrinas de hombres; no, a ninguna de estas cosas ni a todas ellas juntas. Éstas no pueden sino perturbar, confundir y extraviar. Somos exhortados a dirigirnos a la preciosa y pura Palabra de Dios, a esa perfecta revelación que Él, en su infinita bondad, ha puesto en nuestras manos, y que puede hacer a un niñito “sabio para salvación”, y a un hombre, “perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2.ª Timoteo 3).
¡El Señor sea alabado por este inefable favor! No hay lenguaje humano capaz de expresar la importancia de poseer, para nuestra guía, una autoridad divinamente establecida. Todo lo que necesitamos es ser absoluta y completamente gobernados por ella, atesorarla en nuestros corazones, tenerla actuando en nuestras conciencias, formando nuestro carácter, y gobernando nuestra conducta en todas las cosas. Darle a la Palabra de Dios su lugar, es uno de los rasgos que caracterizan al remanente cristiano. No lo es la infundada e intrascendente fórmula: «La Biblia y sólo la Biblia es la religión de los Protestantes.» El Protestantismo no es la Iglesia de Dios; no es el remanente cristiano. La Reforma fue el resultado de una obra bendita operada por el Espíritu de Dios; pero el Protestantismo, en todas sus ramas y denominaciones, es lo que el hombre ha hecho de la Reforma. En el Protestantismo, la organización humana ha desplazado a la obra viva del Espíritu, y la forma de la piedad ha desplazado al poder de la fe individual. Ninguna denominación, como quiera que se llame, puede ser considerada como la Iglesia de Dios o como el remanente cristiano. Es de suprema importancia moral ver esto. La iglesia profesante ha fracasado por completo; su unidad corporativa y visible se ha desintegrado de forma irremediable, tal como lo vemos en la historia de Israel. Pero el remanente cristiano está integrado por todos aquellos que sienten y reconocen de todo corazón la ruina, que son gobernados por la Palabra de Dios y conducidos por el Espíritu en separación del mal para esperar a su Señor.
Examinemos de qué manera estos rasgos vuelven a aparecer en las preciosísimas palabras con que Judas se dirige al remanente: “Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna” (v. 20-21).
Aquí, pues, tenemos una vista preciosa del verdadero remanente cristiano y de las actividades de quienes lo componen. Nada puede ser más bello. Se puede preguntar: «¿A quiénes se dirigen estas palabras?» He aquí la respuesta: “A los llamados, santificados en Dios Padre, y guardados en Jesucristo”, en la época que fuera y dondequiera se encuentren. Nada puede ser más simple y excelente. Es perfectamente evidente que estas palabras no se aplican ni pueden aplicarse a meros profesantes, ni a ningún cuerpo eclesiástico debajo del sol. En una palabra, ellas se aplican únicamente a los miembros vivos del cuerpo de Cristo. Todos ellos deberían hallarse juntos, edificándose sobre su santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservándose en el amor de Dios y esperando a su Señor.
Tal es el remanente cristiano, así como en Malaquías habíamos visto al remanente judío. Nada puede ser más hermoso. Es la posición en que deberían hallarse todos los verdaderos cristianos. No hay ninguna pretensión de ensalzarse para ser algo, ningún esfuerzo por negar o ignorar el triste y solemne hecho de la completa e irremediable ruina de la iglesia profesante. Es el remanente cristiano en medio de las ruinas de la cristiandad, el remanente fiel a la Persona de Cristo y a su Palabra, unido en amor, en el verdadero amor cristiano; no en el amor de una secta, de un partido o de un círculo exclusivista; es el amor en el Espíritu, el amor hacia “todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable”. Es el amor que se expresa en una verdadera devoción a Cristo y a sus intereses; un ministerio de amor hacia todos los que le pertenecen y procuran reflejar su Persona en todos sus caminos. No es descansar simplemente en una posición a pesar de estar uno en una mala condición espiritual, pues tal indiferencia sería caer en una terrible trampa del diablo. Por el contrario, se trata de una saludable unión de posición y condición en una vida caracterizada por principios sanos y por un andar práctico rebosante de gracia. Es, en resumidas cuentas, el reino de Dios establecido en el corazón y desarrollándose en toda la vida práctica.
Tal es, pues, la posición, la condición y la práctica del verdadero remanente cristiano. Y podemos estar seguros de que cuando estas cosas son realizadas y llevadas a cabo, se experimentará un tan riquísimo deleite en Cristo, una tan plena comunión con Dios y un tan claro testimonio de la gloriosa verdad del cristianismo del Nuevo Testamento como jamás se vio siquiera en los días más esplendorosos de la historia de la Iglesia. En una palabra, tendrá lugar aquello que glorifique el nombre de Dios, que regocije el corazón de Cristo y que hable con vivo poder al corazón y a la conciencia de los hombres. Quiera Dios, en su infinita bondad, concedernos la gracia de ver estas brillantes realidades en este día sombrío y malo, de manera de ser un nuevo ejemplo de este gran hecho de que cuanto mayor es la ruina, más rica es la gracia; y cuanto más profundas son las tinieblas, más brillantes son los destellos de la fe individual.
C. H. Mackintosh
http://www.verdadespreciosas.org/documentos/CHM_miscelaneos_I/EL_REMANENTE.htm
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