domingo, 11 de octubre de 2015

El remanente en el período de la cautividad



—Bendito sea por siempre el Dios de toda gracia— Él jamás se deja a sí mismo sin testimonio. Por ello, durante el largo y penoso período de la cautividad, encontramos pruebas muy notables y bellas de la verdad que ya afirmamos, a saber, que cuanto mayor es la ruina, más rica es la gracia, y que cuanto más profundas son las tinieblas morales, más brillantes se tornan los rayos de la fe individual. Hubo entonces, como siempre, “un remanente escogido por gracia” (Romanos 11:5); un puñado de hombres devotos que amaban al Señor y fueron fieles a su Palabra en medio de la corrupción y de las abominaciones de Babilonia; hombres dispuestos a afrontar el horno de fuego y el foso de los leones antes que faltar a la verdad de Dios.

    Los primeros capítulos del libro de Daniel nos muestran algunos magníficos resultados de la fe y de la devoción individual. Consideremos, por ejemplo, el v. 2 del capítulo 2. ¿Dónde vemos en la historia del pueblo de Israel, un hecho más sorprendente que el que se registra aquí? El mayor monarca de la tierra se postra a los pies de un exiliado cautivo y rinde este maravilloso testimonio: “El rey habló a Daniel y dijo: Ciertamente el Dios vuestro es Dios de dioses, y Señor de los reyes, y el que revela los misterios, pues pudiste revelar este misterio” (v. 47).

     Pero, ¿dónde obtuvo Daniel el poder para revelar el misterio del rey? Los versículos 17 y 18 nos dan la respuesta: “Luego se fue Daniel a su casa e hizo saber lo que había a Ananías, Misael y Azarías, sus compañeros, para que pidiesen misericordias del Dios del cielo sobre este misterio.” Aquí tenemos una reunión de oración en Babilonia. Estos queridos hombres de Dios eran de un solo corazón y de una misma mente. Fueron unánimes en su decisión de rehusar la comida y el vino del rey. Habían resuelto, por la gracia de Dios, seguir juntos la santa senda de la separación, aunque estuviesen cautivos en Babilonia, lejos de su país, y entonces se reunieron para orar, y obtuvieron una respuesta notable.

     ¿Puede haber algo más excelente que esto? ¡Qué consuelo para el amado pueblo del Señor, en los días más oscuros, asirse con tesón de la Palabra de Cristo y no negar su precioso nombre! ¿No es de lo más alentador y edificante hallar durante esos lóbregos días de la cautividad en Babilonia un puñadito de hombres fieles andando en santa comunión en el camino de la separación y de la dependencia? Ellos permanecieron fieles a Dios en el palacio del rey, y Dios estuvo con ellos en el horno de fuego y en el foso de los leones, y les confirió el elevado privilegio de estar ante el mundo como siervos del Dios Altísimo. Rehusaron la comida del rey; no quisieron adorar la imagen del rey; guardaron la Palabra de Dios y confesaron su nombre sin medir en absoluto las consecuencias. No dijeron: «Debemos ponernos a tono con los tiempos; hacer lo que todo el mundo hace; no hace falta aparecer como extraños ante los demás; debemos someternos exteriormente al culto público, a la religión oficial del país, guardando para nosotros mismos nuestras opiniones personales; no somos llamados a oponernos a la fe de la nación. Si estamos en Babilonia, debemos conformarnos a la religión de Babilonia.»

     Gracias a Dios, Daniel y sus amados compañeros no adoptaron esta política detestable y acomodaticia. No; y es más, tampoco esgrimieron el pretexto del completo fracaso de Israel como nación con el objeto de hacer descender el nivel de la fidelidad individual. Ellos sintieron esta ruina, y no podían menos que sentirla. Confesaron sus pecados y el pecado de la nación toda; sintieron que no les convenía otra cosa que el cilicio y las cenizas; pusieron todo su ser moral bajo el peso de estas solemnes palabras: “Te perdiste, oh Israel” (Oseas 13:9). Todo esto, lamentablemente, era muy cierto. Pero no constituía una razón para contaminarse con la comida del rey, adorar su imagen o renunciar al culto debido al único Dios vivo y verdadero.

     Todo esto está lleno de preciosísimas enseñanzas para todo el pueblo del Señor en la actualidad. Existen dos males principales contra los cuales debemos estar en guardia. En primer lugar, debemos guardarnos de la pretensión eclesiástica, es decir, de jactarnos de tener una posición eclesiástica sin una conciencia ejercitada y sin el santo temor de Dios en el corazón. Se trata éste de un mal terrible respecto del cual todo amado hijo de Dios debería velar con la mayor diligencia. Nunca debemos olvidar que la Iglesia profesante ha sido arruinada por completo y en forma irreversible, y que todo esfuerzo por restaurarla no es sino una vana ilusión. No somos llamados a organizar un cuerpo, y de ahí que no tengamos la competencia para ello. El Espíritu Santo es quien organiza el cuerpo de Cristo.

     Pero, por otro lado, no debemos aducir como pretexto la ruina de la Iglesia para debilitar la verdad o para descuidar nuestro andar personal. Corremos gran peligro de caer en estas cosas. No hay ninguna razón para que un hijo de Dios o un siervo de Cristo haga o apruebe lo que está mal o continúe un solo instante asociado con lo que no cuente con la autoridad de: “Así ha dicho el Señor” (Amós 5:16). ¿Qué dice la Escritura? “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2.ª Timoteo 2:19). ¿Y qué se debe hacer después? ¿Permanecer solos? ¿No hacer nada? ¡Oh no, gracias a nuestro benévolo Dios! Hay un camino: seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (v. 22), un corazón fiel a Cristo y a sus intereses.

C. H. Mackintosh
http://www.verdadespreciosas.org/documentos/CHM_miscelaneos_I/EL_REMANENTE.htm

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