Echemos ahora una ojeada a los mensajes dirigidos a las cuatro últimas de las siete iglesias mencionadas en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. La iglesia de Tiatira nos brinda la historia de la Iglesia durante esos largos y tristes siglos de la Edad Media, cuando densas tinieblas cubrían la tierra, y cuando el papado —la mancha moral más negra que jamás ha conocido el Universo— reinaba con el consabido carácter de Jezabel.
En el mensaje dirigido a la asamblea de Tiatira se observa un pronunciado cambio, cuando uno lo compara con los tres precedentes, indicado por tres hechos notables:
1. Por primera vez encontramos un mensaje que hace referencia a un remanente.
2. Allí también leemos por primera vez acerca de la venida del Señor.
3. Vemos que la exhortación a oír ya no se dirige más a la Asamblea, sino al vencedor.
Ahora bien, estos hechos demuestran, fuera de toda duda, que en Tiatira se abandona toda esperanza de restaurar a la Iglesia como cuerpo. “Y le he dado tiempo para que se arrepienta, pero no quiere arrepentirse” (v. 21). En lo que respecta a la iglesia profesante, su situación es irremediable. Pero aquí, un remanente es distinguido y alentado, no con la esperanza de un mundo convertido y de una iglesia restaurada, sino con la brillante y bienaventurada esperanza de la venida del Señor como “la estrella de la mañana”. “A vosotros empero os digo, [3] a los demás[4] que están en Tiatira, a cuantos no aceptan esta enseñanza[5], y que no han conocido las cosas profundas de Satanás (como dicen ellos): No echaré sobre vosotros otra carga. Sin embargo lo que tenéis, retenedlo seguro, hasta que yo venga” (v. 24-25; V.M.).
Tenemos, pues, aquí una vista muy interesante del remanente cristiano. No es la iglesia restaurada, sino un cierto número de fieles que forman una compañía distintiva, purificada de la doctrina de Jezabel, que había rechazado “las profundidades de Satanás” y que persevera hasta el fin. Es de la mayor importancia que el lector tenga en claro el hecho de que las cuatro últimas iglesias —es decir, los cuatro estados de la Iglesia que ellas representan— continúan juntas, de forma sincrónica, hasta el fin. Esto simplifica notablemente todo nuestro estudio, y nos presenta al remanente cristiano de una manera muy práctica y definida. No se menciona ningún remanente sino recién en Tiatira. Entonces se da por perdida toda esperanza de restauración colectiva. Este simple hecho derriba completamente las pretensiones de la iglesia de Roma desde sus mismos cimientos. Ella nos es presentada como un sistema apóstata e idólatra, amenazada con el juicio de Dios; mientras que el Señor se dirige a un remanente que nada tiene que ver con ella. Baste con lo dicho en cuanto a la pretendida iglesia infalible y universal de Roma.
Pero, ¿qué diremos de Sardis? ¿Se trata de la Iglesia restaurada? Nada de eso. “Tienes nombre de que vives, y estás muerto” (3:1). Ésta no es ninguna iglesia restaurada o reformada, sino algo muerto, a la que el Señor amenaza con venir como ladrón, en lugar de alentarla con darle “la estrella de la mañana”. Concretamente, se trata del Protestantismo, de un “nombre” solamente, de obras que no son halladas “perfectas” delante de Dios. ¿Y qué viene luego?: El remanente cristiano. “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán [no que tú andarás] conmigo en vestiduras blancas, porque son dignos” (v. 4). Aquí tenemos un vívido y llamativo contraste entre una fría y muerta profesión nominal y un pequeño número de sinceros y ardientes amantes de Cristo. Es la diferencia entre las apariencias y el verdadero poder; entre la vida y la muerte.
Este contraste continúa más extendido y más pronunciado en las dos últimas asambleas. En Filadelfia tenemos un hermosísimo cuadro de una compañía de verdaderos cristianos, humildes, sencillos y escasos de fuerzas, pero que han sido fieles a Cristo, han guardado su Palabra y no han negado su Nombre. Cristo y su Palabra son atesorados en el corazón y confesados en la vida práctica. Se trata de una realidad viviente y no de una forma sin vida. Nada puede superar la belleza moral de todo esto. Con sólo contemplarlo, el corazón es indeciblemente refrescado y edificado. En resumidas cuentas, es Cristo mismo representado, por el Espíritu Santo, en un muy amado remanente. No hay ninguna pretensión de ser algo grande, ninguna arrogación de superioridad: Cristo es todo. Su palabra y su Nombre son de gran precio para el corazón. Parece que aquí hubiésemos arrancado y juntado un hermoso racimo con todos los rasgos morales de los diversos remanentes que hemos estado considerando, exhalando todos juntos, cual flores abiertas, un muy fragante perfume.
Ahora bien, todo esto es muy grato al corazón de Cristo. No es cuestión de realizar grandes servicios, de emprender obras poderosas ni de hacer nada llamativo ni espléndido a los ojos de los hombres. No; es algo mucho más precioso para el Señor; es la calma, completa y profunda apreciación de Él mismo y de su palabra. Esto es mucho más caro para Él que los servicios más vistosos y los sacrificios más suntuosos que pudieran realizarse. Lo que el Señor busca es un lugar en el corazón. Sin esto todo es vano: ceremonias, sacramentos, servicios ritualistas, actividades religiosas; todo carece absolutamente de valor. Pero el más leve suspiro de los afectos del corazón por Él, le es preciosísimo. Oigamos lo que dice nuestro adorable Señor, cuando derrama su amante corazón ante esta querida compañía filadelfa, el verdadero remanente cristiano: “Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre: Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre. He aquí, yo entrego de la sinagoga de Satanás [aquellos emplazados sobre el presuntuoso terreno de la religión tradicional] a los que se dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten; he aquí, yo haré que vengan y se postren a tus pies, y reconozcan que yo te he amado” [¡hecho precioso y bendito; base y garantía de todos los fieles hoy y por la eternidad!]. Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia [no de mi poder], yo también te guardaré de la hora de la prueba[6] que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra”(v. 7-10).
El Señor Jesucristo se compromete en su gracia a guardar a su amada Asamblea fuera de la terrible hora de la prueba que vendrá sobre toda la escena de este mundo. Antes que un solo sello se haya abierto, que una sola trompeta haya sonado o que una sola copa haya sido derramada, Él tendrá a su pueblo celestial consigo en su hogar celestial. ¡Bendito sea su Nombre por esta esperanza resplandeciente, bienaventurada y tranquilizadora, que colma de gozo el corazón! ¡Ojalá que vivamos en el poder de ella entretanto aguardamos que nuestro gozo sea cumplido!
Pero tenemos que leer todavía la última parte de este exquisito mensaje dirigido a la iglesia de Filadelfia, tan lleno de consuelo y estímulo para los santos: “He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona. Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo.”
Nada podría sobrepasar la gracia que resplandece en estas palabras. Jehová habló palabras de gracia a su amado remanente en los días de Malaquías: “Y serán para mí especial tesoro... en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve. Entonces os volveréis, y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve. Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama. Mas a vosotros...”. ¿Quiénes? ¿Los que han hecho grandes cosas, grandes sacrificios, una gran profesión religiosa o los que tienen un gran nombre? No, sino: “los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales serán cenizas bajo las plantas de vuestros pies, en el día en que yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:17-4:3).
Comparando los dos pasajes, vemos que entre los remanentes judío y cristiano existen puntos de similitud y de contraste. No podemos detenernos a considerarlos aquí debido a que nuestro objetivo es simplemente ilustrar que en los días más oscuros hallamos un remanente piadoso, querido para Dios y para Cristo, a quien Él se dirige en los términos más dulces y tiernos, que consuela con la seguridad más preciosa y que alienta con las más brillantes esperanzas. Esto es lo que tenemos sobre todo en el corazón para presentar a toda la Iglesia de Dios a los efectos de urgir a todo miembro del amado cuerpo de Cristo sobre la faz de la tierra a apartarse de todo lo que sea contrario al pensamiento de Dios, tal como está revelado en su Palabra, y a abrazar la posición, la actitud y el espíritu del verdadero remanente cristiano.
Sólo haré referencia a un punto que marca la diferencia entre los dos remanentes de la manera más clara. El remanente judío es alentado por la esperanza de la aparición del «Sol de justicia» (Malaquías 4:2), mientras que al remanente cristiano se le concede un privilegio muchísimo más elevado, esplendoroso y dulce: el de esperar «la estrella resplandeciente de la mañana» (Apocalipsis 2:28). Una criatura es capaz de entender la diferencia entre estas dos cosas. La estrella de la mañana aparece en el cielo mucho antes de que salga el sol, y así también la Iglesia encontrará a su Señor como «la estrella de la mañana» antes de que los rayos del Sol de justicia caigan, con su poder sanador, sobre el remanente de Israel, temeroso de Dios.
No quisiera terminar sin decir unas palabras sobre Laodicea. Nada puede ser más vívido o notable que el contraste que existe, en todos los aspectos, entre Laodicea y Filadelfia. Laodicea representa el último período del cuerpo profesante cristiano. Está a punto de ser vomitada como algo intolerablemente nauseabundo para Cristo. No se trata aquí de crasa inmoralidad. A los ojos de los hombres podrá tener una apariencia muy respetable, pero para Cristo, es un estado muy repugnante, caracterizado por la tibieza y la indiferencia: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, te vomitaré de mi boca” (v. 15-16).
¡Cuán solemne es hallar a la iglesia profesante en semejante condición! ¡Cuán rápidamente pasamos de las delicias de Filadelfia —con todo lo que ella tenía de precioso para el corazón de Cristo— a la atmósfera desecante de Laodicea, donde no existe ningún rasgo compensatorio, nada que dé reposo al alma! Lo único que se ve es una fría indiferencia hacia Cristo y sus intereses, junto con la más triste satisfacción de sí mismo. “Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas.”
¡Cuán solemne es todo esto! La gente se jacta de sus riquezas y pretende no tener necesidad de nada, ¡y Cristo está afuera! Han perdido el sentido de la justicia divina —simbolizada por el «oro»— y de la justicia humana práctica —representada por las «vestiduras blancas»—; sin embargo, están llenos de sí mismos y de sus propias obras —todo lo contrario a la querida compañía filadelfa—. En Filadelfia no hay nada que reprobar; en Laodicea, nada que encomiar. En la primera, Cristo es todo; en la segunda, él está efectivamente fuera y la iglesia es todo. ¡Qué espantoso es considerar esto! Estamos precisamente en el fin; hemos llegado a la última fase solemne de la Iglesia como testigo de Dios en la tierra.
Sin embargo, aun en medio de este deplorable estado de cosas, la gracia infinita y el inmutable amor de Cristo no dejan de brillar con su incomparable esplendor. Cristo está afuera —esto nos dice lo que es la Iglesia—. Mas él golpea, llama y espera —esto nos dice lo que Él es—. ¡Que el universo entero alabe su Nombre por la eternidad! “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (v. 19). Se ofrecen oro, vestiduras blancas y colirio. El amor desempeña distintas funciones, se reviste de diversos caracteres; pero todavía es el mismo amor. “El mismo ayer, y hoy, y por los siglos”, aun cuando tenga que “reprender y castigar”. Aquí la actitud del Señor y su acción son de suma significación, tanto con respecto a la Iglesia como a sí mismo. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (v. 20).
En la iglesia de Sardis se habla del remanente como de “unas personas”; en Laodicea leemos: “si alguno...”; aparece un “si”. Mas si hubiere un solo oído que oyere, si hubiere uno solo que abriere la puerta, ése de seguro tendrá el elevado privilegio, el inmenso favor de cenar con Cristo, de tener a ese preciado Salvador por huésped e invitado. “Yo con él y él conmigo.” Cuando el testimonio colectivo ha quedado reducido a su mínima expresión, la fidelidad individual es recompensada por una comunión íntima con el corazón de Cristo. Tal es el amor infinito y eterno de nuestro amado Salvador y Señor. ¡Oh, quién no querría confiar en Él, alabarle, amarle y servirle!
Y ahora, querido lector cristiano, al despedirme de Ud., quisiera suplicarle encarecida y afectuosamente que se una a nosotros en oración para pedirle a nuestro Dios, al Dios de gracia, que avive los corazones de su amado pueblo por todo el mundo para procurar una marcha cristiana más pronunciada, sincera y devota; para apartarse de todo lo que sea contrario a su Palabra; para ser fieles a ella y a su nombre en este día sombrío y malo, y para hacer realidad la verdad que hemos considerado en este escrito, a saber, que cuanto mayor es la ruina, más rica es la gracia; y cuanto más profundas son las tinieblas, más brillante es el resplandor de la fe individual.
C. H. Mackintosh
http://www.verdadespreciosas.org/documentos/CHM_miscelaneos_I/EL_REMANENTE.htm
Es verdad. Cuando la vi entendí lo mismo que aquí se habla...
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