domingo, 1 de mayo de 2016

"Ten cuidado de ti mismo”



“Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1.ª Timoteo 4:16).




Consideremos en primer lugar este solemne mandato: “Ten cuidado de ti mismo.” Sería difícil expresar todo el alcance moral de estas palabras. Es importante que todo creyente las observe, pero principalmente un obrero del Señor, pues a éste se dirigen en particular. Él, más que nadie, necesita cuidarse a sí mismo. Debe cuidar el estado de su corazón, de su conciencia, de su hombre interior todo. Tiene que conservarse “puro” (1.ª Timoteo 5:22). Sus pensamientos, sus afectos, su espíritu, su carácter, su lenguaje, todo debe mantenerse bajo el santo control del Espíritu y de la Palabra de Dios. Es necesario que esté ceñido con la verdad y vestido con la coraza de justicia. Su condición moral y su marcha práctica deben concordar con la verdad que ministra; de lo contrario, el enemigo, con seguridad, ganará ventaja sobre él.

El maestro debería ser la expresión viviente de lo que enseña; al menos, tal debería ser el objeto perseguido por él con sinceridad, con vehemencia y con perseverancia. Es de desear que esta santa medida esté constantemente ante “los ojos de su entendimiento (lit. corazón)” (Efesios 1:18). Desgraciadamente, el mejor comete faltas y permanece siempre por debajo de esa medida; pero si su corazón es sincero, si su conciencia es delicada, si el temor de Dios y el amor de Cristo ocupan en él su debido lugar, el obrero del Señor no se sentirá satisfecho con nada que esté por debajo de la medida divina, ya sea en su estado interior o en su andar exterior. En todo tiempo y en todo lugar, su ardiente deseo será manifestar en su conducta el efecto práctico de su enseñanza, y ser “ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1.ª Timoteo 4:12). Y en cuanto a su ministerio, todo obrero del Señor debería poder decir: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos por amor de Jesús” (2.ª Corintios 4:5).

Sin embargo, jamás debemos perder de vista el tan importante hecho moral de que el maestro debe vivir la verdad que enseña. Moralmente, es en extremo peligroso que un hombre enseñe en público lo que su vida privada desmiente —peligroso para sí mismo, deshonroso para el testimonio y perjudicial para aquellos a quienes enseña—. ¡Qué deplorable y humillante es para un hombre, cuando contradice con su conducta personal y su vida doméstica la verdad que presenta públicamente en la asamblea! Esto es algo que ha de temerse sobremanera y que terminará indefectiblemente en los más funestos resultados.

Que el firme propósito y el vigoroso anhelo de todos los que ministran la Palabra y presentan la doctrina sea pues el de alimentarse con la preciosa verdad de Dios, el de apropiarse de ella, el de vivir y moverse en su atmósfera, de modo que su hombre interior sea fortalecido y formado por ella; que ella habite ricamente en ellos, y que de ese modo pueda correr hacia los demás con su vivo poder, sabor, unción y plenitud.

Es algo muy pobre, e incluso muy peligroso, sentarse ante la Palabra de Dios como un mero estudiante, con el objeto de preparar conferencias o sermones para predicar a los demás. Nada podría ser más fatigoso o desecante para el alma. El uso meramente intelectual de la verdad de Dios, acumular en la memoria ciertas doctrinas, puntos de vista y principios, y luego exponerlos con alguna facilidad de palabras, es a la vez desmoralizador y engañoso. Podríamos estar extrayendo agua para los demás y al mismo tiempo ser, nosotros mismos, como cañerías oxidadas. No hay nada más triste que esto. El Señor dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. No dice extraiga. La verdadera fuente y el poder de todo ministerio en la Iglesia, se hallará siempre al beber nosotros mismos del agua vivificante y no al extraerla para los demás. El Señor sigue diciendo: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:37-38). Es necesario que permanezcamos muy cerca de la fuente eterna, el corazón de Cristo, y beber de ella largos sorbos y continuamente. De ese modo nuestras propias almas se refrescarán y serán enriquecidas; ríos de bendición correrán de ellas para refrigerio de los demás, y raudales de alabanzas subirán al trono y al corazón de Dios por Jesucristo. Éste es el ministerio cristiano; el cristianismo mismo; y toda otra cosa carece absolutamente de valor.

C. H. Mackintosh

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