martes, 17 de mayo de 2016

La responsabilidad del creyente en los “tiempos peligrosos”



Hemos llegado a los “tiempos peligrosos” de los “postreros días” (2 Timoteo 3:1), y entre los creyentes podemos comprobar, con humillación, lo mismo que el profeta Jeremías expresó al ocurrir la ruina final de Israel: “Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles” (Lamentaciones de Jeremías 4:1). Actualmente, los hijos de Dios están diseminados por todas las congregaciones de la cristiandad, parte de ellos “llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error” (Efesios 4:14). No obstante, la fe no deja de considerar a la Iglesia como “una”, tal como lo es a los ojos del Señor.

Fue esta misma fe la que obró en el profeta Elías en el monte Carmelo, cuando tomó “doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob” para reconstruir con ellas el altar levantado en el nombre de Jehová, el cual había sido derruido (1 Reyes 18:31-32). Habrían podido acusar al profeta de presunción por proclamar así la unidad de Israel pese a que hacía más de cien años que el pueblo estaba dividido en dos reinos y las diez tribus habían abandonado el culto del Señor. Pero el profeta consideraba al pueblo según los pensamientos de Dios: “un solo pueblo”, representado en el santuario por las “doce tortas... sobre la mesa limpia delante de Jehová” (Levítico 24:5-8). Asimismo, en medio de la ruina actual, permanecen los pensamientos y los designios del Señor en lo tocante a su Asamblea —a la cual pronto se la presentará a sí mismo, gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa (Efesios 5:27).


La responsabilidad del creyente


Si la Iglesia ha dejado de ser, en su conjunto, lo que era en el principio (“columna y baluarte de la verdad”, 1 Timoteo 3:15); si, por el contrario, en medio de ella se han levantado hombres que hablan “cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos” (Hechos 20:30); si en su seno se encuentran hombres malos y engañadores que “irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13); si muchos de los que se llaman «cristianos» han llegado al estado predicho por el apóstol Pablo (“vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas”, 2 Timoteo 4:3-4); si, en una palabra, la Iglesia se ha convertido “en una casa grande” en la cual “hay utensilios… para usos honrosos, y otros para usos viles (o para deshonra, V.M.)” (2 Timoteo 2:20), ¿cuál es el camino que debe seguir el creyente que desea agradar al Señor? La respuesta se halla en la Palabra de Dios.

Si bien los apóstoles anunciaron anticipadamente la actual ruina eclesiástica, también anunciaron cuál sería el camino a seguir en medio de tal estado. En el mismo versículo en que leemos que “el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos”, se agrega: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19).

La separación del mal, principio divino de la unidad


Este principio de la separación del mal lo encontramos de cabo a rabo de las Escrituras. Cuando los hombres, después del diluvio, se entregaron a la idolatría, Dios hizo salir a Abram de su país, de un medio idólatra (Josué 24:2-3), para hacerlo origen de un pueblo puesto aparte para ser testigo del verdadero Dios en la tierra. Más tarde, cuando este pueblo se desvió y llegó a punto de ser juzgado, Jehová dijo a Jeremías: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos” (Jeremías 15:19).

En las épocas más sombrías, Dios siempre se reservó un testimonio para sí, y aquellos que obedecen a su Palabra separándose del mal vienen a ser sus testigos en medio de la ruina y confusión religiosa. A principios del siglo XIX hubo un despertar en la cristiandad. Hijos de Dios que sufrían en sus almas a causa del estado de ruina, descubrieron el camino del Señor y se apartaron de la “iniquidad”, esto es, de todo aquello que no estaba en armonía con la voluntad de Dios expresada en su Palabra. La iniquidad o injusticia es, en efecto, lo que procede de la voluntad del hombre sin tener en cuenta la voluntad de Dios. Esos creyentes, al caminar así con una santidad práctica, separados de todo lo que el hombre había establecido, disfrutaron de la bendita comunión con Dios. Constituyeron el testimonio del Señor al separarse de los utensilios para deshonra, pues sin esta separación no puede haber verdadero testimonio.

Es el remanente de los tiempos del fin, cuyas características vemos con los ojos de la fe en los creyentes de Filadelfia (Apocalipsis 3:7-13). Aunque tenían “poca fuerza”, estaban unidos solamente a Cristo; guardaron su Palabra y no negaron su nombre. ¿Qué nombre? El del “Santo” y “Verdadero”, nombres que el Señor toma en relación con ese despertar.

Después de una verdadera separación hacia Cristo, estos fieles testigos encontraron el conjunto de verdades que constituyen la doctrina del testimonio de la Iglesia. Gozaron de la realidad de la presencia del Señor según su promesa: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Descubrieron las preciosas verdades que estaban olvidadas desde el tiempo de los apóstoles:

  • La unidad de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, expresada en la Mesa del Señor.
  • La presencia del Espíritu Santo en la tierra, tanto en el creyente individualmente como en la Asamblea.
  • La predicación del Evangelio de la gracia.
  • La liberación del pecado y la posición del creyente en Cristo.
  • La santidad o separación práctica de todo lo que es mundano y una conducta que solamente tenga a Cristo por motivo y regla.

Desgraciadamente, la santidad práctica y la fidelidad a los principios del testimonio no siempre han sido cumplidas por aquellos que conocieron estas verdades. Desde el comienzo de la historia del hombre, éste no ha sabido mantenerse fiel a los privilegios que Dios le confió.

La infidelidad del hombre jamás podrá alterar los principios divinos ni anular la fidelidad de Dios. Las verdades de la Palabra subsistirán a pesar de todo cuanto el hombre pueda hacer para torcerlas o aminorarlas. Las circunstancias pueden haber cambiado desde aquel despertar; pero el firme fundamento de Dios permanece y el fiel debe conservarse sobre este fundamento sin ceder en lo más mínimo en cuanto a los principios de la verdad, aunque exteriormente todo esté en ruinas. Para permanecer fiel al testimonio del Señor, es preciso retener firmemente estos principios, según la exhortación hecha a Filadelfia: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” (Apocalipsis 3:11).


Revista Creced 1996
E. Longe

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