lunes, 28 de diciembre de 2015

UN RETORNO A LA PIEDAD



"Ejercítate para la piedad."
1 Timoteo 4:7


         ¡Cuán lejos parecen aquellos benditos tiempos en los cuales el soplo del Espíritu de Dios avivaba las almas! Sólo quedan escritos para recordarnos estos maravillosos días que trajeron a los corazones sedientos la lluvia de arriba, el rocío precursor de una mañana sin nube.

         De aquellos benditos tiempos en los cuales florecía la piedad en los co­razones, en las familias, en las asambleas; en los que se rendía un vivo tes­timonio a Cristo: cuando los intereses de lo alto constituía la preocupación primordial de los hijos de Dios: de todo aquello ¿qué es lo que queda hoy día?

         Gracias a Dios, quien conoce todas las cosas y escudriña lo más profundo de nuestro ser, que no mira la apariencia exterior (como lo hace el hombre), sino el corazón, gran número de amados hijos de Dios - conocidos o desco­nocidos para nosotros - han mantenido y mantienen, por el poder del Se­ñor el cual se cumple en la flaqueza y por una gran piedad individual, un testimonio de mucha estima para Dios. Pero al lado de esto, hemos de hu­millarnos viendo cuán poco celo tenemos de llevar a la práctica el maravi­lloso tesoro de conocimientos que nos han sido enseñados, a veces desde nuestra tierna juventud. ¡Cuántas veces nos olvidamos de hacer valer en nuestra vida diaria las verdades que creemos poseer! ¡El Señor nos guarde, en estos tiempos del fin, de un conocimiento o ciencia que envanece, y que nos aumente el amor que edifica!

         ¡Cuán pronto supo Satanás trabajar, y cómo redobla y aumentará sus esfuerzos para desviarnos del verdadero camino, el cual es asimismo la ver­dad y la vida! (Juan 14:6). ¿No comprenderemos, desde ahora, que la pie­dad no debe ser cuestión de algunos solamente, los cuales, conscientes de su responsabilidad, tienen sobre su corazón el testimonio del Señor? Desde nues­tra conversión, siendo miembros del cuerpo de Cristo, hemos de compartir ese ejercicio de la piedad en la esfera donde el Señor nos ha colocado.

         Pero, ¿cómo definir lo que es la piedad? La piedad es la costumbre de vivir en comunión con Dios. Es lo que caracteriza las verdaderas relaciones del alma con Dios, confiando sólo en El, y temiendo no serle agradable. Así, pues, la piedad no es una cosa exterior, sino interior; no es ostentosa, pero sus profundos efectos se reflejan en nuestra vida exterior, en toda nuestra ma­nera de ser, de vivir, de pensar, hablar y obrar. Dicha piedad es el fruto del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado.

         Varios de nosotros, ¿no hemos de reconocer, acaso, que Cristo no es real­mente el centro de nuestra vida, y confesar que, demasiado a menudo, hemos dejado el primer amor?

         En este mundo, la mayoría de los que decimos ser cristianos, somos regi­dos, moldeados y controlados por algo que, en materia religiosa, es propio de la tierra y no de los cielos, del hombre natural y no del Espíritu Santo. Muchos obedecemos a instituciones humanas y ya no únicamente a la Pala­bra de Dios. Más que nunca, es preciso que veamos (por convicción personal basada en las Escrituras) que debemos ofrecer un contraste bien marcado con aquel estado de cosas. Pero, una cosa es darse cuenta de ello y otra cosa es entrar en el camino del Señor, andando allí en conformidad con Su pen­samiento. No basta preocuparnos sin cesar del triste estado en el cual nos encontramos; de lamentar amargamente nuestra flaqueza y nuestra miseria, ni tampoco de vivir melancólicamente con el recuerdo de un pasado lejano. Si nos contentamos con esto, sólo conseguiremos estériles lamentaciones. El pasado no volverá. Hace falta mirar hacia adelante; un hecho permanece in­mutable: "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos." (Hebreos 13:8). Si nosotros pudiéramos estar acostumbrados al estado de ruina espiritual, Cristo no se ha acostumbrado a ello y, por las trágicas circunstancias que se desarrollan en este mundo, Su potente voz nos llama a un retorno individual a la piedad, para dedicar toda nuestra voluntad y todo nuestro corazón a Su servicio.

         La tibieza que paraliza los corazones de muchas almas no se debe tanto a la timidez como al egoísmo, la pereza y el amor al mundo y a las cosas que en él se encuentran. Necesitamos estímulo y avivamiento. Reconozcamos que nos hemos dejado invadir por el sopor. No nos hagamos ilusiones so­bre nuestro estado: una de las peores cosas que pudiera acontecemos sería de estar satisfechos de nosotros mismos, de creernos despiertos cuando en rea­lidad seguimos durmiendo. No seamos de los que duermen, pero mucho me­nos de los que sueñan que están despiertos estando profundamente dormidos.

         Arrodillémonos en la luz del santuario. Allí solamente aprenderemos a conocernos y podremos juzgarnos ante Dios por todas las cosas que han ori­ginado el ocaso o merma espiritual en nuestra vida: orgullo espiritual, espí­ritu de suficiencia, etc., que caracterizan la iglesia tibia de Laodicea; el chismorrear, la maledicencia, el egoísmo, el interés particular, el alejamien­to progresivo de la Palabra de Dios. Humillémonos por nuestro relajamiento en la vida de oración y por nuestra conformidad al presente siglo malo en el cual nos desenvolvemos.

         Si aprendemos a juzgar estas cosas y a abandonarlas, Dios nos encami­nará hacia las maravillosas posibilidades que reserva Su gracia, en todo tiempo, para los que vuelvan a El de todo corazón.

         Tanto el Antiguo Testamento como la Historia de la Iglesia, nos muestran cuál es el camino que produce un avivamiento en los corazones:
         En determinado momento, la triste situación en la cual se encontraba la comunidad empezaba a pesar de modo especial sobre uno o varios de sus componentes. Una pesada carga agravaba su corazón, sentían un hondo pe­sar, un íntimo dolor por los intereses y el Testimonio del Señor. Este estado de cosas les hacía padecer, esta falta de obediencia a la Palabra era para ellos una agonía y, como un Esdras, un Nehemías, un Daniel, se inclinaban, rostro en tierra, ayunando y humillándose, identificándose con el pueblo para confesar sus faltas y transgresiones e implorar la misericordia del Dios justo y santo, cuya bondad y conmiseraciones permanecen para siempre para aque­llos que le temen.
         Estas humildes y perseverantes oraciones subían hasta Dios que escucha­ba sus clamores. Entonces, no con fuerza ni con ejército, sino por Su Espí­ritu, cosas maravillosas eran hechas para gloria de Su Nombre.

         Así se verificaron muchas restauraciones. ¡El Señor nos conceda ser ins­trumentos fieles en Sus benditas manos!

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1954, No. 8.-

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