viernes, 1 de enero de 2016

La verdad profética en la era Apóstolica

La historia de nuestra esperanza bienaventurada (parte I)



Hoy muchos cristianos dan por sentado que vivimos en un tiempo cuando vendrá Jesús para llevarse a su hogar al remanente de creyentes.  Luego se iniciará un período de juicio conocido como la TRIBULACIÓN.  Habiendo completado ese juicio, el Señor restablecerá el trono de David en Jerusalén.

Quienes creen así son llamados «premilenialistas dispensacionalistas».  Todo lo que quiere decir esto, es que vivimos en los días antes del Milenio y que la Iglesia será sacada fuera de este mundo antes de que tengan lugar estos eventos.  De hecho, este es el tema del Apocalipsis escrito por Juan.

Sin embargo, en los años después de la muerte del apóstol Juan... y por los diecisiete siglos que siguieron... este punto de vista cayó en desgracia, dejó de ser enseñado.  Durante ese período la política controló la iglesia.  Sus líderes mantenían que era la organización que salvaría al mundo y establecería el reino.

En el primer siglo, el plan profético de Dios simplemente desapareció.  Israel fue dispersado y se pensaba que había quedado perdido para siempre.  La iglesia del estado abandonó las porciones de la Escritura que profetizaban el retorno de los judíos en la edad del Reino.  Pero... ¿Por qué el Señor permitió que ocurriera esto?  Para poder responder, primero tenemos que retroceder en el tiempo para tener una mejor comprensión.  Proponemos hacer esto examinando los eventos claves de la historia de la iglesia.  Es fácil perderse en los detalles, por lo tanto sólo haremos un resumen.  Una cosa es cierta, que la amplia visión del diseño de la soberanía de Dios es verdaderamente impresionante.

Retrocedamos al primer siglo.  Después del ascenso de Cristo al cielo, los apóstoles comenzaron a enseñar que su retorno prometido había sido anticipado en las profecías del Antiguo Testamento y por los propios labios del Señor.  Esos hombres y sus seguidores fueron testigos presenciales de los eventos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y la profecía era una realidad viva para ellos.  A no dudar, el cristianismo en sus orígenes estaba rodeado por una atmósfera de emoción y urgencia.  Los hombres y las mujeres rutinariamente entregaban sus vidas y fortunas por una fe que era más que real para ellos.  Vivían en la expectativa inminente del retorno de Cristo.

Creían que el mundo tal como lo conocían podía acabar durante el curso de sus vidas.  Dadas las exhortaciones de los apóstoles, sus expectativas estaban bien fundadas.  Pablo escribió a los tesalonicenses, alabándolos por su fe y por la constancia con que anticipaban la venida del Señor, mencionando a los macedonios y a los de Acaya como ejemplo de su celo evangelístico: “Porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada; porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Ts. 1:8-10).

Note aquí, que la carta de Pablo, escrita alrededor del año 51 de la era cristiana, dice que los creyentes de Tesalónica esperaban fielmente el retorno de Cristo desde el cielo.  Pero no sólo eso, también se refiere a la “ira venidera”, lo cual es una alusión clara al día del Señor.  En contexto debemos entender que Pablo estaba diciendo que Su retorno era inminente y que el día de la ira llegaría en breve... durante el curso de sus vidas.

Es difícil pensar en la forma cómo ellos lo hicieron, viviendo como vivían, en una generación de señales, profecías y milagros, cuando las palabras de los apóstoles eran todavía consideradas como si provinieran directamente del Señor.  ¡La atmósfera de expectativa debía ser electrizante!  Una y otra vez Pablo le da a los tesalonicenses la seguridad del pronto retorno de Cristo, declarando claramente cuál era el papel de ellos, «esperando de los cielos al Señor».

El gran pasaje de Pablo sobre el rapto también está escrito para que esos a quienes estaba dirigido tuvieran la seguridad que personalmente serían testigos de su venida: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero.  Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.  Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Ts. 4:16-18).

Aquí, cuando Pablo escribe estas palabras a mediados del primer siglo, faltaban todavía casi dos décadas para que el segundo templo fuese destruido por los romanos.  El corazón de los judíos anhelaba el retorno de su Mesías.  Era fácil para ellos creer que el Señor vendría para consagrar el templo de Herodes y establecer Su reino.  En su segunda epístola a los tesalonicenses, Pablo aseguró a la iglesia de Tesalónica que EL DÍA DE CRISTO todavía no había llegado, porque algunos estaban enseñando que el período de la tribulación era una realidad presente.

Pablo entonces pasó a explicarles, que si ese día hubiera llegado ya, el Anticristo habría aparecido en el templo autoproclamándose Dios.  Obviamente, tal cosa no había ocurrido todavía, pero sí podía suceder porque aún había un templo.  Al contemplar esta situación es obvio que la profecía era un tema viable en los días de los apóstoles: “Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios.  ¿No os acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto?” (2 Ts. 2:3-5).

Obviamente Pablo clarificó la secuencia de los eventos que conllevarían a la tribulación.  Les recordó que enfatizaba este mismo punto cuando les enseñaba cara a cara.  No obstante, el efecto de esta carta estimularía a los cristianos para que estuviesen atentos, mirando hacia Jerusalén por señales, ya que este hombre diabólico, tal como hiciera Antíoco Epífanes dos siglos antes, profanaría el Lugar Santísimo del templo.

Seis años después, alrededor del año 57 de la era cristiana, Pablo visitó nuevamente a los tesalonicenses por última vez.  A no dudar, reafirmó muchos de los mensajes que había impartido anteriormente.  Luego regresó a Israel, en donde permaneció por un poco más de dos años.  Después de eso viajó a Roma, llegando allí a comienzo de la década de los sesenta, para su juicio ante la corte del César.  En los diez años que siguieron, la iglesia se extendió en gran manera “...hasta lo último de la tierra” (Hch. 1:8c).

A finales de esa década, la iglesia como un todo experimentó la primera persecución de Roma.  Nerón ascendió al poder en el año 54 de la era cristiana.  En principio trató a los cristianos con alguna deferencia, pero en el 67, un año antes de su muerte, descubrió que servían como excelentes chivos expiatorios para cubrir sus propios fracasos como emperador, particularmente después de que ordenó el incendio de Roma, la que permaneció ardiendo por nueve días.

Culpó a los cristianos por esto y luego emprendió una diabólica persecución en contra de ellos que se propagó a través de todo su imperio.  Asesinó a miles de cristianos, torturándolos brutalmente en formas inimaginables.  Muchos de los cristianos más notables fueron martirizados de la manera más horrorosa.  ¡Cuánto debieron orar ellos por el pronto retorno del Señor!

Al mismo tiempo, la casa Flaviana de Vespasiano y Tito ascendió al poder.  Ellos no perdieron tiempo y saquearon a Jerusalén, a los judíos y a su templo en el año 70.  Imagine el efecto que esto debió tener sobre los cristianos que esperaban el retorno de Cristo.  Pablo había escrito que “el hombre de pecado” se autoproclamaría como Dios en el templo, ¡y ahora no tenían templo!  Sin duda debieron empezar a cuestionar si acaso el Señor regresaría pronto.  Tanto judíos como cristianos se vieron obligados a huir de los romanos.  Miles fueron asesinados, pero esos que escaparon, huyeron a las partes más extremas del imperio romano.
Unos diez años después, en el año 81 de la era cristiana, Tito murió y Domiciano, su joven y vicioso hermano, ascendió al poder.  Fue el más cruel de los tiranos, y se dispuso a borrar hasta el último rastro de la influencia cristiana, incluso a cualquiera que percibía como enemigo.  Su execrable reinado perduró hasta su muerte en el año 96, la cual coincidió muy de cerca con la muerte del apóstol Pablo en el año 98, quien tuvo que sufrir las torturas de Domiciano, pero finalmente escapó de la sentencia de muerte del malvado emperador.  Y todavía Cristo no retornó.

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