Cualquiera que sea el estado de las circunstancias exteriores, la fe no se enfoca en ellas; su privilegio es depender de Dios, nutrirse de Cristo y respirar la atmósfera del cielo, tan plenamente como si todo estuviese en una armonía y un orden perfectos.
¡Qué gracia inefable tenemos allí para el corazón fiel! Todos los que desean marchar fielmente, encontrarán siempre una senda por la cual andar; mientras que los que ven en las circunstancias exteriores un pretexto para menguar las energías, no obrarán nunca con fidelidad y decisión, aun cuando se encuentren en la situación más favorable.
Si alguna vez hubo un tiempo en que la debilidad del testimonio habría podido tener un buen pretexto, fue, incuestionablemente, durante la cautividad de Babilonia. Todo el edificio del judaísmo había sido derribado; el poder real había pasado de manos del sucesor de David a manos de Nabucodonosor; la gloria se había retirado de Israel; en una palabra, todo parecía haberse marchitado y desaparecido para siempre. Nada les quedaba a los hijos de Judá en su exilio, excepto colgar sus arpas sobre los sauces y sentarse “junto a los ríos de Babilonia”, para derramar sus lágrimas por la gloria traspasada (1 Samuel 4:22), el brillo empañado y su grandeza perdida (véase Salmo 137).
Tal podría ser el lenguaje de la ciega incredulidad; pero —¡bendito sea Dios!—, cuando todo parece haber llegado al estado más miserable, la fe se eleva para obtener un triunfo glorioso: y la fe, lo sabemos, es la única base real en la cual el discípulo puede apoyarse para actuar. No busca ningún apoyo en los hombres ni en las circunstancias exteriores: todos sus recursos están en Dios. Por eso la fe jamás brilla con un resplandor tan vivo como cuando todo es tinieblas alrededor de ella. Cuando el horizonte se halla cargado de las más oscuras nubes, la fe se calienta al sol de la gracia y la fidelidad divinas.
C. H. Mackintosh
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